Afortunado. No pertenezco aquí, pero algo late cuando estoy, cuando paso por calles deprimidas para ver a papá. Es la miseria, el dolor y la angustia neurótica la que pinta las paredes de estas alguna vez fastuosas construcciones con ese negro hollinado, con ese obscuro que pulula indiferencia, de un mundo que parece haberse olvidado de todos aquí. Pero debo recorrer estas aceras de almas marginadas para llegar hasta papá. Y papá. Lívido e invadido, con un tubo en la garganta, sin poder emitir ningún sonido. Consciente, pero atrapado, enclaustrado en la debilidad de su propio cuerpo. Le conozco, y sé que debe estar desesperado. Pero ni fuerzas tendrá para desesperar, si ni siquiera puede respirar... lo hace una máquina por él. Es una miseria, pero una clase de ella no sospechada. La miseria de blancos recintos, sábanas y níveas batas, tubos, frascos y dosis de medicamentos. Miseria de postración, de incapacidad, de enfermedad.
En casa, la miseria es distinta. Excesivamente privilegiados por jamás haber ido a dormir con el vientre vacío. A veces, pecado por excesos, entre precios exóticos y platillos que ruborizan. Con la comodidad suficiente para disfrutar de lleno la existencia. Pero, a riesgo de ser tildado de desagradecido y ambicioso, aquí la miseria también ha batido su gris mano. Hambrientos, desesperados, agonizantes por amor.
Papá vive su miseria solo. No sabe cuánto amor le faltó por entregar. El fondo del anillo de su yo lo consumió. Mamá vive y comparte su miseria conmigo. Ha tratado de sacarme de ella, pero no sabe cómo... nunca supo salir ella misma. Su miseria es el dolor, el fracaso de su proyecto de vida, un hogar roto. Pero su labor materna es intachable, es más de lo que se puede pedir.
Yo, heredero de ambas miserias y de una timidez criminalmente vulgar, tengo la mía propia. La miseria de la soledad. La de Momo, la pequeña niña del relato de Ende, tan similar a la mía:
"Hay muchas clases de soledad, pero Momo vivía una que muy pocos hombres conocen, y menos con tanta fuerza. Le parecía estar encerrada en una caverna rodeada de riquqzas incontables que se hacían cada vez mayores y amenazaban con asfixiarla. Y no había salida. Nadie podía llegar hasta ella y ella no se podía hacer notar a nadie. Tan aplastada estaba bajo una montaña de tiempo. Incluso, llegaron horas en las que deseaba no haber oído nunca la música ni haber visto los colores. No obstante, si le hubiesen dado a elegir, no habría renunciado a ese recuerdo por nada del mundo. Aunque hubiese muerto por ello. Pues eso era lo que vivía ahora: que hay riquezas que lo matan a uno si no puede compartirlas."
Es esta mi miseria. Siento mucho para dar, tanto para entregar, la vida para dar vida, amor, amor, amor... y no hay nadie para recibirlo. Algun@s se han acercado.... pero no son. A algun@s me he acercado... pero no soy. Y cuando todo al fin pareció estar en su lugar, listo a vivir... no pudo ser tampoco. No sé que le sucedió a la pequeña, aún no termino el libro. Ojalá esté bien. pero es difícil creer cuando se es miserable... cuando hay miseria en la abundancia.
Thursday, January 03, 2008
Wednesday, January 02, 2008
Apéndice (Para cerrar el episodio)
Hace ya muchas letras dejé algo. Pero empecé a verte, a sentirte en el alma y a que todo saliera por la tinta de cualquier esfero. Pero no en las mismas hojas, no en esta misma historia, no compiladas bajo el mismo fuego que une lo que ha sido hasta ahora. Porque como nadie antes, escurridizo y discreto, llegaste hasta mi ventana. Fue un mechón en tu cabello en el que brillaba un diente púrpura lo que te trajo hasta mí.
Cada noche, me pongo un atuendo púrpura y disfrazado, llego hasta tu ventanita. No es posible abrirla, más ni necesario es; yo la puedo atravesar. ¿Está tu diente iluminando el camino? El mío sí, y me permite llegar hasta ti y observarte... contar cuántas veces giras entre las sábanas tibias... cuántas veces suspiras profundamente al dormir. ¿Sientes cuando te cobijo con mi disfraz? ¿Despiertas cuando acaricio tu altiva frente? ¿Sueñas cuando te beso en el hombro?
Una noche de sábado, fingí sorpresa. Porque cuando en el reverso de mis párpados guardé por primera vez tu imagen, bastó un dèjà vu para entender que ya te conocía, te esperaba y sabía lo que iba a suceder. Siempre lo sé, justo antes de dormir. Pero sucede que mis ojos no se mueven lo suficientemente rápido cuando escudriño lo escrito en las leyes de nuestra inmortalidad en el vuelo de las palomas del pequeño príncipe.
Nuestra historia se reescribe. El recio cincel dicta líricas y melodías con percursión de puntillas que cantan en el sendero. Sé que la barba del escritor te hace cosquillas en el ombligo cuando llama a Japón desde allí. Las hojas que ya escribí están sueltas... el viento juega con ellas y las lleva de viaje por el mundo... vulnerables, mortales entre mortales... algún día regresaremos a la inmortalidad. Pero por ahora no es relevante; la historia tiene que escribirse, pero lejos de las tintas que huelen a gritos ahogados y a polillas nacidas entre bolitas de naftalina.
Mas por ahora, solo puedo cerrar los ojos y tomar tu mano en las noches cuando tu fantasma se posa en el quicio de mi ventana, porque en el día está ausente y solo atino a recostarme entre la hierba bajo cielos rojos... esperando la inmortalidad. Nuestra inmortalidad. Mientras, recordaré la noche eterna cuando los cuerpos desaparecieron y los fantasmas dejaron de preguntarse sobre la ubicación del amor. Abrigos ásperos y amables demiurgos. El amor es un lugar... calles obscuras, pero... ¡encuentro tan lúcido! El amor es un lugar... ¿dónde vives ahora?
Rodando por colinas y hablando con las manos, esperaré una libertad. La que sea, cualquiera, no importa. Pero una que quite lo gris y dibuje claridad. Claridad que aún no llega. Rodando como analista, reemplazo pesados comceptos en la mente, para pasar de una miseria neurótica a una infelicidad común. No obstante, no me avergüenza estar aquí: cobardes, tímidos, melancólicos y derrotados. No soy de aquí, pero a veces son ellos las verdaderas personas de este mundo. Rodando, mi corazón de elefante late más lento porque en su espalda de corazón no llegaron los vítores y aplausos por la última campaña... porque lo único que le mostraron fue la piedra en la sima.
Mientras edifico la vida, Dios en alguna parte susurra entre retahílas. Edifico la vida en el síntoma. El objeto está lejos y en ausencia debe quedarse. Cuando venga la inmortalidad, el madero soplará vida.
Cada noche, me pongo un atuendo púrpura y disfrazado, llego hasta tu ventanita. No es posible abrirla, más ni necesario es; yo la puedo atravesar. ¿Está tu diente iluminando el camino? El mío sí, y me permite llegar hasta ti y observarte... contar cuántas veces giras entre las sábanas tibias... cuántas veces suspiras profundamente al dormir. ¿Sientes cuando te cobijo con mi disfraz? ¿Despiertas cuando acaricio tu altiva frente? ¿Sueñas cuando te beso en el hombro?
Una noche de sábado, fingí sorpresa. Porque cuando en el reverso de mis párpados guardé por primera vez tu imagen, bastó un dèjà vu para entender que ya te conocía, te esperaba y sabía lo que iba a suceder. Siempre lo sé, justo antes de dormir. Pero sucede que mis ojos no se mueven lo suficientemente rápido cuando escudriño lo escrito en las leyes de nuestra inmortalidad en el vuelo de las palomas del pequeño príncipe.
Nuestra historia se reescribe. El recio cincel dicta líricas y melodías con percursión de puntillas que cantan en el sendero. Sé que la barba del escritor te hace cosquillas en el ombligo cuando llama a Japón desde allí. Las hojas que ya escribí están sueltas... el viento juega con ellas y las lleva de viaje por el mundo... vulnerables, mortales entre mortales... algún día regresaremos a la inmortalidad. Pero por ahora no es relevante; la historia tiene que escribirse, pero lejos de las tintas que huelen a gritos ahogados y a polillas nacidas entre bolitas de naftalina.
Mas por ahora, solo puedo cerrar los ojos y tomar tu mano en las noches cuando tu fantasma se posa en el quicio de mi ventana, porque en el día está ausente y solo atino a recostarme entre la hierba bajo cielos rojos... esperando la inmortalidad. Nuestra inmortalidad. Mientras, recordaré la noche eterna cuando los cuerpos desaparecieron y los fantasmas dejaron de preguntarse sobre la ubicación del amor. Abrigos ásperos y amables demiurgos. El amor es un lugar... calles obscuras, pero... ¡encuentro tan lúcido! El amor es un lugar... ¿dónde vives ahora?
Rodando por colinas y hablando con las manos, esperaré una libertad. La que sea, cualquiera, no importa. Pero una que quite lo gris y dibuje claridad. Claridad que aún no llega. Rodando como analista, reemplazo pesados comceptos en la mente, para pasar de una miseria neurótica a una infelicidad común. No obstante, no me avergüenza estar aquí: cobardes, tímidos, melancólicos y derrotados. No soy de aquí, pero a veces son ellos las verdaderas personas de este mundo. Rodando, mi corazón de elefante late más lento porque en su espalda de corazón no llegaron los vítores y aplausos por la última campaña... porque lo único que le mostraron fue la piedra en la sima.
Mientras edifico la vida, Dios en alguna parte susurra entre retahílas. Edifico la vida en el síntoma. El objeto está lejos y en ausencia debe quedarse. Cuando venga la inmortalidad, el madero soplará vida.
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