La luz se dispersaba tenuemente con serenidad por el recinto. Varios rostros oleosos miran impávidos desde la pared. Rostros vislumbrados décadas atrás, fruto de la loca genialidad ya explorada pero aún ininteligible para los ojos de hoy. No obstante, aquellos rostros tienen ojos más vivos que los de sus observadores. Del otro lado de las obras, caminamos difuntos, ofreciendo culto lastimero a ello que está más vivo.Y el padre de dichos rostros vive más que quienes, taciturnos y perdidos, observamos desde un mullido y decadente sillón.
La luz danza sin dejar rincón virgen, bajo la tibia atmósfera que todo lo invade. La oscuridad pareciera habitar esos rincones negros, aprovechando la ausencia de la bailarina, pero no: es cuestión de entender que es allí a donde la luz no desea ir. No por capricho propio, sino porque la catarsis de los sueños inconclusos que los transeúntes llevan en la suela de sus zapatos con restos de goma de mascar (maldita resina que no despega) debe tener su lugar. A pesar de que ninguno de ellos lo note, a pesar de que a nadie importe. Y yo, que justo esta mañana había limpiado la goma de mascar de mis zapatos.
Y fueron aquellos zapatos limpios, sin sueños ni cauchos, los que me llevaron a ese rincón. Aún, en el reverso de los párpados llevaba el último retrato admirado. Me encontré con su espigada figura, hormada en una oscura chaqueta de cuero, unos jeans desgastados y un cráneo tan perfecto que haría de morir de envidia a la más lisa de las perlas del collar de la abuela (imitación por suspuesto, el abuelo no podía pagar más...). Me detuve a unos pocos metros, tratando de avisar con mi respiración y el fino roce con el tapete mi presencia. Quería llegar a ese rincón, a la catarsis, donde la energía bailaba ahora en forma de odaliscas. Pero su presencia, sus formas me lo impedían.
Primero giró su cadera y (casi un siglo después, me pareció) su torso. El aire se detuvo en mi garganta cuando sus ojos tan azules se posaron como halcones sobre mí. Segundos de eternidad en los que no pude avanzar, no pude respirar porque esos ojos me traspasaron, me llenaron de carencia, de necesidad de ellos y fue como si la luz, tan lúgubre y serena antes, fue ahora un sol incandescente y desbocado bajo el cual las odaliscas no sólo bailaban sino que también cantaban, y los rostros sepia en las paredes observaban cada vez más vivos el espectáculo. Me dejé vencer por esa mirada tan profunda, enclavada en pómulos hieráticos y labios húmedos, entreabiertos. Quise, deseé tantísimo el vaho expelido por su cuerpo, pero el moverme era un privilegio ahora denegado para mí. El instante de hizo perenne y morí, sé que morí hoy, desmadejado por los ojos de alguien que con una sola mirada me desnudó y deshizo mi escudo y espada, y dejó derrotadas mis manos aún antes de haber luchado, antes de haberles dado el tiempo de salir del bolsillo... la hipoglicemia, las odaliscas, los vestidos y lo sepia... quise entregarme, sin decir una sola palabra y sin escuchar ninguna de su aliento, morí y quise ofrecerme en adoración, porque había sido capaz de convertir una melancólica y solapada luz en un sol a través del crisol de sus ojos. Y me arrasó.
Luego, la eternidad caducó y sus ojos mediterráneos caminaron, con el resto de su ser, sus soles y miles de luceros, lejos de mí.
Para cuando me pude mover, una voz imperativa contenida en un cuerpecito femenino en un uniforme rojo, me pedía salir de la galería, me explicó con fingida cortesía que eran más de las ocho y que era hora de cerrar. Sí, las puertas del imponente edificio debían cerrarse para permitir reposo a las obras, a las odaliscas, al alma del genio creador. Y para que la vocecita de rojo pudiera ir a casa como los demás, a cenar con su familia, mientras yo, muerto y desconocido, pondría la cabeza en la almohada, dejando que la oscuridad (tan familiar como nunca) tomara lugar en sus aposentos de siempre.